Las “obras de
misericordia” son un hermoso catálogo de acciones, o mejor, de sentimientos
y actitudes, que hacen efectivo y concreto el precepto del amor fraterno, distintivo
de los cristianos.
La Iglesia nos
propone practicar y vivir estas “obras de misericordia” en todo tiempo y en
toda ocasión; pero especialmente, nos las recuerda para que sepamos ponerlas en
práctica a lo largo de la Cuaresma, como una buena preparación al Misterio Pascual
de Cristo.
Las
principales obras de misericordia son catorce.
Las ESPIRITUALES son éstas:
- Enseñar al que no sabe.
- Dar buen consejo al que lo necesita.
- Corregir al que yerra.
- Perdonar las injurias.
- Consolar al triste.
- Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
- Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
Las CORPORALES
son éstas:
- Visitar y cuidar a los enfermos.
- Dar de comer al hambriento.
- Dar de beber al sediento.
- Dar posada al peregrino.
- Vestir al desnudo.
- Redimir al cautivo.
- Enterrar a los muertos.
Enseñar
al que no sabe.
Es una bonita
obra de misericordia, pero a veces nos encariñamos tanto con ella que queremos
dar lecciones a todo el mundo. Esta misericordia debemos practicarla con moderación.
A lo mejor es
preferible que te dejes enseñar. Esto también es obra de misericordia: saber
escuchar y agradecer lo que has aprendido. Todos necesitamos aprender unos de
otros, incluso el profesor del alumno, y el padre del hijo, y el empresario del
obrero. Enseña, sí, al que no sabe, pero sin humillarle. Enséñale a saber. Y –no
hace falta decirlo- para que sea obra de misericordia se necesita una
condición: la gratuidad.
Dar
buen consejo al que lo necesita.
Da un consejo,
pero sin paternalismo. Da un consejo, pero cuando el otro te lo pida o lo
quiera o de verdad lo necesite. Da un consejo, pero siempre que estés tú
dispuesto a recibirlo. Un buen consejo, una palabra orientadora, puede ser luz
en la noche, puede ahorrar muchos tropiezos y caídas, puede salvar una vida del
fracaso y la desesperación.
Corregir
al que yerra.
También la
corrección fraterna es una obra de misericordia, pero cuando se hace desde la
humildad y desde el amor. Desde la humildad, reconociendo que también nosotros
nos equivocamos. No queramos sacar la paja en el ojo ajeno, sin darnos cuenta de
nuestra viga. Desde el amor, no para herir al hermano sino para salvarle. Y
hacerlo además cariñosa, delicada y simpáticamente.
Perdonar
las injurias.
Es de lo más
difícil. Somos tan propensos a la venganza y el resentimiento. Por eso Jesús
nos dio un ejemplo maravilloso, y nos cogió la palabra en la oración que puso
en nuestros labios. Esta es una de las obras de misericordia más cristiana.
Perdona, aunque la ofensa te duela mucho. Perdona setenta veces siete. Perdona,
si puedes, hasta olvidar. Perdona y ama. Y perdónate también a ti mismo.
Consolar
al que está triste.
Cada uno de
nosotros tendría que ser un ángel del consuelo, como el que se acercó a Jesús
en su agonía, y escribir cada día alguna página del libro de la Consolación.
Son muchas las personas que sufren la tristeza, a veces por cosas bien
pequeñas. ¡Resulta tan fácil y tan bonito hacer felices a los demás!. Podría
bastar una palabra, una sonrisa, una explicación, un desahogo, un gesto de
cariño. El que consuela se parece a Dios, que se dedica a enjugar las lágrimas
de todos los rostros.
Sufrir
con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos.
Damos por
supuesto que todos tenemos flaquezas. Hombre, el prójimo no es un cielo, como
piensa el enamorado, ni es un infierno, como piensa el existencialista. Puede
ser el limbo o el purgatorio o la antesala del Paraíso. La convivencia es
fuente de alegría y enriquecimiento, pero es también una llamada al vencimiento
y el vaciamiento. Lleva con paciencia las flaquezas del prójimo –y las tuyas-.
Te ayudarás a crecer en el amor y la misericordia. Como Dios, que tiene paciencia
infinita con nosotros. Y llévalas también con humor.
Rogar
a Dios por los vivos y difuntos.
Rezar no es una
rutina. Rezar es amor. Cuando rezas por alguien te solidarizas con él, lo
quieres como a ti mismo. No rezas para ablandar el corazón de Dios, sino para agrandar
el tuyo. Rezar es llenar tu corazón de nombres. Rezar por los demás te hace
bien a ti mismo, porque te ayuda a amar y te compromete para hacer realidad, en
la medida de tus fuerzas, aquello que pides. Ruega a Dios por los vivos y difuntos
y sentirás cómo crece la comunión de los santos.
Visitar
y cuidar a los enfermos.
No es una visita
desde lejos, una visita por cumplir. Algo que signifique cercanía y com-pasión.
Una visita que suponga comunicación, ayuda, cuidado, ternura, consuelo, confianza.
Son partecitas del cuerpo doliente de Cristo. Hay muchas clases de enfermedades
y de enfermos. No están sólo en los hospitales; los hay también en casa, en el
trabajo y en la calle. Todos tenemos alguna enfermedad o alguna dolencia. Por
eso tenemos que tratarnos comprensiva y compasivamente.
Dar
de comer al hambriento.
Hay que
compartir el pan -¡hay tantas hambres!-. Pero no basta. Hay que hacerse pan y pan
partido, como hizo nuestro Señor Jesucristo. El pan es fraternidad y es vida.
El pan partido y compartido es amor.
Dar
de beber al sediento.
Dar un vaso de
agua es fácil y es bonito. Saciar otra sed más profunda es difícil. Saciar la
sed definitivamente es imposible. Pero alguien puede hacer brotar en las
entrañas una fuente de agua viva, gozosa, inagotable. Tú puedes ayudar a hacer
posible el milagro del agua.
Dar
posada al peregrino.
Hoy no es fácil
abrir la puerta de la casa, cada vez más defendida. Son muchos los peregrinos
que llaman a nuestra puerta: mendigos, transeúntes, extranjeros, refugiados, drogadictos…
Toda una herida abierta, que exige soluciones no sólo personales sino estructurales.
Acoge al que llama a la puerta de tu casa, pero no sólo materialmente sino cordialmente.
Todo el que se acerca a ti es un peregrino, que a lo mejor sólo te pide una palabra,
una sonrisa o una escucha.
Vestir
al desnudo.
Aquí, entre
nosotros, no encontrarás muchos desnudos que vestir. Suelen estar muy lejos.
Quizá haya otro tipo de vestiduras, mejores que la capa de san Martín, que sídebes
poner: la vestidura del honor, del respeto, de la protección. Siempre tendrás
que cubrir la desnudez del prójimo con el manto de la caridad. Hay otro
problema relacionado con esta obra de misericordia. Hay algo mucho más grave
que no vestir al desnudo; es el desnudar al vestido. Esto es ya tema de justicia.
Y atentos, son los muchos millones a los que estamos desnudando. “Si, pues, ha de
ir al fuego eterno aquel a quien le diga: estuve desnudo y no me vestiste, ¿qué
lugar tendrá en el fuego eterno aquel a quien le diga: estaba vestido y tú me
desnudaste?” (San Agustín).
Redimir
al cautivo.
No está en
nuestras manos sacar a los presos de la cárcel; pero sí podemos aliviar y orientar
a los presos que están en la cárcel. No podemos quitar las esposas de las muñecas;
pero sí podemos quitar las cadenas del alma. Hay muchas cárceles y esclavitudes
íntimas. Es tarea nuestra, es obra de misericordia, liberar a todos los
cautivas: desde el preso al drogadicto, desde el avaricioso al consumista,
desde el lujurioso al hedonista, desde el hincha al fanático de lo que sea.
Enterrar
a los muertos.
De esto ya se
encargan las funerarias. Tú envuelve a los difuntos en la oración esperanzada,
en el amor y el agradecimiento. El problema está más no en los que se van sino
en los que se quedan. La muerte de un ser querido deja casi siempre heridas
sangrantes. Es una obra de misericordia estar cerca de los que sufren por estas
muertes. Cuando damos el pésame o
“acompañamos en
el sentimiento”, que no sea una rutina o una palabra vacía. Podríamos también
hablar de catorce obras de misericordia y liberación. Las siete primeras son
individuales, las otras siete con colectivas.
Las siete colectivas son
éstas:
Promocionar a los pueblos
subdesarrollados.
Defender los derechos de los
marginados.
Combatir las injusticias y la
opresión.
Defender el desarme y la
no-violencia.
Liberar de la tiranía del
consumo.
Trabajar por la unión de los
pueblos.
Construir la civilización del
amor.
Cada uno puede
añadir nuevas obras de liberación. Lo importante es que nos esforcemos en
practicarlas, siquiera algunas.
“Puede
decirse que Cristo mismo, en la persona de los pobres, eleva su vozpara
solicitar la caridad de sus discípulos” (Vaticano II. GS, 88).
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